Confieso que la primera vez que la vi no me pareció nada del otro mundo. Pero en las ya muchas ocasiones posteriores en que la he vuelto a contemplar he tenido oportunidad de comprobar la enorme cantidad de gracias escondidas que tiene esta película.
En sólo hora y media Woody Allen da vida, ¡y qué vida!, a una amplia galería de personajes, que quedan maravillosamente perfilados en pocos minutos, con un caudal ingente de matices. Unos están subiendo a la cresta de su pasión amorosa, otros se están despeñando a simas sentimentales cada vez más hondas, en ese mar emocional picado y embravecido que aparece en tantas tragicomedias de Woody Allen, y que el guionista y director maneja como pocos. Se nota que los principios de montaje que sigue Allen son draconianos: se corta todo lo superfluo, de modo que lo que queda es apretado e intenso.
Esperemos que esas feministas desquiciadas del MeToo dejen de boicotear el arte y la producción de este genio del cine que, tras tantísimas obras redondas, todavía guarda en su recámara ideas y guiones extraordinarios, que están pidiendo a voces ser plasmados en imágenes.